El invierno más cálido
A ti, que sólo tú sabrás encontrar esta carta:
Empezaré diciéndote que lo siento, amor, aunque no sirva de nada. Lo siento, de verdad.
No he podido hacerlo. Ayer, cuando acordamos encontrarnos en este rincón de Atocha, estaba decidida a ello. No te mentí, ¡lo juro! Lo tuve todo tan claro… Y, sin embargo, parece que los monstruos de la noche acudieron a mí en cuanto cerré los ojos. No conseguí dormir nada, ni siquiera un par de horas. Los nervios empezaron a torturar a mi estómago y, rápidamente, se convirtieron en angustia, temor y dudas, y me subieron precipitadamente por la garganta en forma de fuertes náuseas. Así transcurrieron dos interminables horas y, cuando al fin pude calmarme un poco, me asaltó el vértigo. Como bien sabes, amor, yo jamás he asumido ningún tipo de riesgo o peligro. En el fondo, siempre he sido una niña asustada que nunca se ha atrevido a saltar al vacío, ¿verdad? Y en esta ocasión, por ser la primera vez que iba a hacerlo, me invadió todo el vértigo que en 21 años de mi vida he esquivado. Comprendí que no podía hacerlo.
Estuve pensando en lo nuestro, preguntándome: ¿cómo hemos llegado a este callejón sin salida? Entonces, recordé el día en el que nos conocimos. Yo llevaba un rato en el café cuando tú entraste, con paso decidido, y te sentaste lejos. No pude quitarte los ojos de encima desde el primer instante.
Vestías una camisa blanca, chaqueta marrón medio desabrochada y, lo que más me llamó la atención, unos pantalones que te quedaban algo anchos, culminados por unos zapatos especialmente masculinos. Te sirvieron un café y encendiste un cigarro. De repente, alzaste la vista y me miraste, duramente, como si todo ese tiempo hubieras sabido que te estaba observando. Yo bajé rápidamente la mirada y pude notar cómo mi cara se encendía por momentos. De reojo, alcancé a ver que soltabas una pequeña risa ante mi reacción. Cuando ya estaba buscando la cartera para pagar e irme, sentí una presencia tenaz ante mí, acompañada de una ráfaga de aire sorprendentemente dulzón.
Dejé de buscar, tragué saliva y me reincorporé. Te habías sentado en mi mesa sin pedir permiso y me mirabas fijamente, con una leve sonrisa y un atisbo de curiosidad en las pupilas. Me ofreciste un cigarrillo, que rechacé firmemente confesándote que era estudiante de medicina y que eran malísimos para la salud. Y estallaste en una hermosa risa que, inevitablemente, contagió a mi boca.
Así, empezamos un juego de encuentros diarios en el café, al que no hizo falta ponerle reglas. Yo solía llegar antes que tú, aunque confieso que, a veces, retrasaba mi llegada, porque me encantaba observar tu semblante tranquilo desde la ventana. Te hablé de mi vida (tan fácil hasta entonces) siempre en Madrid, de mis sueños y de mis avances en la carrera. Y tú, simplemente, sonreías y escuchabas. Un día me dijiste que te gustaba, porque aún conservaba la inocencia y la ilusión de la adolescencia. En ese momento creí que yo para ti sólo era una niña pequeña, y esa tarde regresé a la residencia algo triste. Ahora, que ya no las tengo, creo que entiendo lo que querías decir.
Aún no sé cuándo empecé a sospechar que aquella relación no era “normal”. Tal vez, en el mismo momento en el que me percaté de que la gente nos miraba y cuchicheaba. Supongo que se nos notaba todo en la forma que teníamos de mirarnos. Al principio, creí que simplemente se trataba de admiración. Me parecías tan independiente, fuerte e inteligente, a la vez que amable y dulce… Y, por supuesto, tus 42 años te dotaban de una madurez que a mí me quedaba aún muy lejos. Un día, decidiste que mejor fuéramos a dar un paseo lejos de allí. Me confesaste que te casaste a los 21 y que tenías dos hijos. Esta revelación fue tan sorprendente como dolorosa para mí, aunque tú no quisiste entrar en detalles y abandonaste el tema rápidamente.
Aquel día, el invierno tomó fuerza, pues oscureció antes y mi chaqueta fue incapaz de protegerme del frío, y tú me dejaste tu abrigo, que me quedaba demasiado largo, pero no importaba porque olía tanto a ti. Habíamos llegado a un pequeño parque y nos habíamos sentado en un banco algo apartado. Tú estabas hablando de tu infancia cuando la última luz del crepúsculo se apagó. De repente, callaste, como si te pareciera que habías hablado más de la cuenta. Tus ojos se clavaron en los míos bajo la guardia de un silencio atronador. Y me besaste. Fue un beso que llegó rápido y directo, y me sorprendí a mí misma correspondiéndolo sin atisbo de duda. Había besado a algunos chicos antes, pero jamás había sentido algo así. Fue como si me desgarraras y me rompieras por dentro, a la vez que me elevabas hacia el cielo más alto.
No me llevó mucho tiempo comprender que ese cosquilleo doloroso era amor. Jamás me sentí asombrada de sentir esto por ti, quizás porque hacía tiempo que lo sospechaba. Nuestros deseos habían aflorado de repente, como una tormenta que lleva días refugiada en las nubes y que, cuando al fin cae, lo hace con toda la fuerza contenida. Acordamos encontrarnos cada día cuando el atardecer bañara las calles, en algún lugar alejado de las miradas curiosas de la gente. Y, cuando anochecía, íbamos a algún bar cómplice o a pasear por algún barrio ya dormido de la ciudad.
Recuerdo la primera vez que hicimos el amor. Fuimos a un discreto hotel, con el alma a punto de estallarnos y los labios desgastados. Sabíamos perfectamente lo que iba a suceder. Hacía tiempo que lo anhelábamos, aunque no nos habíamos atrevido a formularlo con palabras y, sin embargo, nuestros ojos llevaban tiempo gritándolo. Aquel anochecer casi se nos olvida la discreción, y tuvimos que abandonar el parque, donde habíamos ido a pasear, súbitamente. Me llevaste por calles oscuras y sucias, diciéndome que confiara en ti y yo lo hice. Alquilaste una habitación por una noche, dando un nombre falso y sin más preguntas por parte del propietario. Y subimos a nuestro temporal refugio. Ni las palabras del mejor poeta podrían alcanzar a describir lo que ocurrió allí aquella noche. Nuestros cuerpos se encontraron, desnudos, en una batalla despiadada de manos frenéticas, bocas y sangre. Nuestros líquidos obscuros mezclándose, a la vez que giraba la habitación en una espiral infinita de jadeos y llantos. Éramos dos almas desesperadas por encontrarse. Y lo hicimos. Logramos alcanzarnos, por fin, plenamente.
Cuando me dijiste que escapáramos, ¡no podría haberme sentido más feliz! Me prometiste una sociedad menos hipócrita y podrida, más tolerante y justa, y una vida llena de oportunidades, tal vez en América o Londres. Y estaba decidida a hacerlo, lo juro, amor. Pero no he podido.
Sé que pensarás que soy una cobarde, y tal vez sea verdad. Pero no puedo dejar atrás todo lo que tengo aquí. La oportunidad de estudiar medicina se la debo a mi padre y, en primer lugar, no puedo de fraudarle así. En segundo lugar, como bien sabes tú mejor que nadie, las mujeres no lo tenemos nada fácil hoy en día. Estudiar es un privilegio que no puedo menospreciar huyendo de este modo, porque este país necesita mujeres ilustradas que trabajen para conseguir una sociedad más justa e igualitaria. Y eso es algo que, sin duda, se debe hacer desde dentro. Además, no sabemos si el mundo de allá fuera será tan distinto al que conocemos. No sé… A veces, pienso que una relación como la nuestra jamás será aceptada como algo lícito y moral. Porque, y si… tal vez, ¿no lo es?
¿Alguna vez lo has pensado? Si tanta gente lo desaprueba, quizás sea porque no está bien… Y, sin embargo, mi corazón se ha desbocado por primera vez gracias a ti. He sentido las dichosas mariposas. He descubierto cómo es entregarse a alguien. He entendido de qué hablan todas las canciones. He tenido la suerte de amar y ser correspondida. ¿Cómo puede ser que algo tan bueno sea, a la vez, tan malo? Creo que necesito tiempo para pensar en mí y llegar a comprenderme. Por todo eso, pienso que debo decirte adiós. ¿Qué estoy siendo egoísta? Tal vez. Aunque para ti también será todo mucho más fácil así. Porque, ¿qué pensarían tu marido y tus hijos si desaparecieras de repente? Muchas veces me has dicho que ese nunca fue tu lugar; pero sabes que ellos te necesitan.
He decidido ir a estudiar a otra ciudad, para evitar encontrarnos. No ha sido fácil convencer a papá con mis excusas, pero lo he conseguido. Así será más fácil para las dos.
Espero que puedas perdonarme algún día. Ojalá las cosas pudieran ser diferentes. Ojalá pudiéramos ser felices juntas, sin pensar en todo lo demás. Quizás algún día podamos serlo, quién sabe. De momento, prometo recordar este invierno del 68 como el más cálido de toda mi vida, porque, a pesar del frío, fue el que me trajo a ti, María.
Te quiere,
Tu Eva
Seudónimo: Suspiros de papel