23 Certamen de Cartas de Amor y Desamor Almuñécar. Premio Local 2017

BODAS DE PLATA Y LEJANÍA

 Autora: María del Mar Pagano Ferrari.

2 de noviembre de 2002

Comienzo esta carta con veinticuatro años de retraso. Muchas veces me recomendaron que te escribiera aunque fuese en vano, pero no quise, o no pude. Yo no quería escribirte, quería hablarte, no quería símbolos sino realidades, quería, en todo caso, recibir una carta, no escribirla. Pero sobre todo lo que deseaba era abrazarte. Y era tan fuerte aquel anhelo que todavía puedo recordar esa necesidad imperiosa de otra boca, de otros brazos, de ese otro cuerpo que encaja con el propio como si hubiesen sido una sola cosa en un principio. Aún me estremece aquella urgencia que me acompañó tanto tiempo con la obstinación de la memoria. Yo te quería a vos, Jorge. Y aunque mi razón se empeñara en la esperanza hasta la terquedad desde el primer momento mi cuerpo supo que te había perdido para siempre.

Mientras escribo esto me parece ver hojas de papel elevándose desde las cenizas como pájaros alborotados, para recomponer los calendarios de todos estos años pasados hasta llegar a aquel 1978 en que nos encontramos y separamos para siempre.

¡Volver a los dieciocho! Casi puedo sentir la sangre atropellándose frente a tu cuerpo joven y tus ojos hambrientos. Teníamos hambre, teníamos ganas, teníamos fuerza, y no teníamos miedo. Y deberíamos haberlo tenido en la Argentina de aquellos años.

Me enteré de que te habían llevado por Marcela. Ella me buscó para contármelo. Y debo agradecérselo, ya que no nos teníamos simpatía. Ella era de los tuyos, de sociología, mientras que yo asomaba del mundo de cristal de mi hogar al de la facultad de arte. Conocerte fue abrir una puerta a otro mundo. Era también tiempo de abrir puertas. Y vos me dejaste entrar aunque a medias, seguro que entenderías lo que quiero decir. Vos, que querías sumar a todos a tu lucha, te mostrabas reacio a hablar de ella conmigo. Y así fue que yo no sabía nada de las actividades que compartías con tus compañeros, no llegué a conocer a tu familia ni tantas otras cosas, aunque sospecho (y eso quiero creer) que sí conocí una faceta que los demás ignoraban, la más íntima, la que se iba abriendo en cada beso, en cada caricia. No, no éramos la pareja más lógica, nos unían y separaban diferencias de todo tipo. Pero después de todo ¿quién encuentra el amor en el lugar idóneo? ¿Quién lo encuentra cuando lo busca? ¿Quién lo elige de verdad? Podemos elegir si escuchar o ignorar su llamada, si dar cautelosos pasos hacia él o lanzarnos sin red, pero los milagros no se eligen, ya se sabe.

Pero me fui por las ramas de este árbol frondoso del amor y yo quería contarte cómo siguieron mis días, y con ellos mi destino, después de tu desaparición. Al principio Ana fue la única en estar al tanto, pero ya sabés, yo compartía casi todo con mi hermana. Y

ella, preocupada, se lo contó a mamá, que de inmediato hizo lo de siempre, organizar la vida de los demás. Marcela me había recomendado que no la contactara más. Asustada, acepté preparar los exámenes en la casa de tía Luisa, en el campo. Un día se aparecieron allí mis padres con un plan para alejarme más aún de esa realidad en sordina que acababan de conocer. Mi madre había hablado con una amiga que vivía en

España y ésta me esperaba en su casa. Me resistí cuanto pude, que no fue mucho. Tenía miedo, un miedo que al principio me paralizó y luego me avergonzó. No me quedé para buscarte, ni uní mis fuerzas a otras. Me fui, Jorge. Salí corriendo aunque no tuviese de qué huir. Y llegué a este país que me acogió con generosidad en su propio despertar. Me quedé dos años en Madrid. No me costó unirme a otros exiliados y encontrar entre ellos los primeros apoyos. Después conocí este pueblo y decidí agrandar el cielo. Cuántas veces deseé tenerte aquí conmigo, besar el mar en tu piel, ofrecerte el dulzor del chirimoyo de mis labios, jugar a seducirnos con embrujo flamenco. Cuántas veces deseé compartir simplemente la rutina de los días sin magia, los meses demasiado largos, las arrugas, los pequeños fracasos. Cuántas veces te deseé sin condiciones ni propósitos.

Te quitaron la vida, pero no lo hicieron de la mía. Ahí te quedaste asido a mi mano a pesar de los embates del tiempo y las turbulencias del corazón, que las hubo. Porque a pesar de no haber dejado de quererte en ningún momento pude sin embargo amar a otros. ¿Podrías comprender esto? Tal vez no. La vida es de colores puros al principio, los matices van apareciendo con el tiempo. Pude enamorarme de Antonio, también superviviente, pero de otra guerra. Él venía del norte, escapando de las zarpas que la droga clavaba en tantas presas jóvenes en aquellos años. Y encaramos juntos la vida por un tiempo. Luego vino la historia con Peter, un escocés que me llevaba varios años

y más parejas. Con ellos probé la convivencia y exploré el sexo lo suficiente para sospechar que los caminos del amor pueden ser infinitos. Hubo momentos intensos pero siempre a ras de tierra; me faltó flotar Jorge, me faltó caminar sobre nubes de tu mano.

Y aquí estoy ahora, escribiendo esta carta que no es de desamor (¿cómo podría?), ni de ruptura, pero sí de despedida. Y llega ahora porque tal vez sea yo quien se va, quien ya se ha ido. Me refiero a aquella chica que amaste y que te amó con la inocencia y el arrebato de la primera vez. A la que siguió amándote espontáneamente y a la vez con voluntad de hacerlo. Soy y no soy la misma, como todos. Pero no quiero pensarte sin deseo, nombrarte por costumbre. Y siento que ha llegado el momento de cerrar algunas puertas para poder abrir otras sin que la corriente del pasado se instale de inmediato en las estancias del futuro.

No tuvimos la oportunidad de despedirnos; nunca te dije adiós. Lo digo ahora, cuando están cerca nuestras bodas de plata de ausencia y lejanía. Lo digo con el último aliento de un amor que nadie pudo hacer desaparecer. Cierro la puerta y te suelto la mano, pero estás en el corazón de mi corazón y ahí te quedarás hasta su último latido.

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